En realidad las botas de cuero siempre habían formado parte del vestuario militar, pero generalmente como base rústica que daba sostén a materiales como el metal y hasta la madera que ofrecían la protección principal frente al arma del enemigo, notoriamente en el caso de las armaduras feudales. Sin embargo, fue recién a fines del siglo XVIII cuando el uniforme militar adquiere el carácter de emblema nacional, obteniendo sus componentes un papel central en la definición de la identidad del guerrero como fuerza definitoria del nuevo sistema político. Esto lleva al desarrollo del uniforme como objeto suntuario y a la vez como un instrumento de demarcación social, política y económica.
Así la bota de cuero pasó a ser una parte del vestuario reverenciada y vinculada a la sexualidad (como toda prenda de cuero, debido a su insepable vinculación a lo animal), transformándose en un implemento fetichista por excelencia. Esta particular fijación sexual con un objeto, se desarrolló espectacularmente a lo largo del siglo XIX, pero tomó como su elemento privilegiado a la bota femenina. Los pocos modelos de bota que le estaban reservados a la mujer se elaboraban en todo tipo de material, pero difícilmente en cuero, ya que el único desplazamiento para la mujer debía ser el doméstico o el salón (el dormitorio también entraba en los trayectos permitidos, pero allí la protección del pie no era precisamente una prioridad). Sin embargo, alrededor de 1830 surge la ‘Bota Balmoral’, utilizada en Inglaterra por la Reina Victoria, introduciendo la cabritilla como material de elaboración de las botas de salón.
En el siglo XlX, que se destacó especialmente por armar el cuerpo de la mujer mediante implementos como el corsé; las botas de cuero fueron otro de los recursos que hicieron del cuerpo femenino (como lo venían haciendo con el masculino desde fines del siglo XVIII) un espectáculo público de fuertes connotaciones sexuales. El fetichismo de la bota femenina permanece aún hoy, comercializándose modelos inspirados en la moda cotidiana del siglo XlX. Pero toda la sensualidad y sugerencia de colores como el rojo o el negro, e incluso el brillo del dorado no conformaron a la crecientemente inquieta mujer de fines de siglo, que pronto saldría a la calle a reclamar su derecho al voto.
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